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Full text of "Andres Capelan 2015 El Viaje"

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Indice 


• Club de Escritores 

• Crash 

• Caída Libre 

• No me vas a creer 

• ¿Es tan difícil entender eso? 

• El viaje 

• Caminé 

• El está por llegar 

• A ver cuándo se repite 

• Eas Arañas y yo 

• Él está ahí 

• Eos Caminos de la Eibertad 

• Eos Caminos de la Eibertad 

• Eos efectos del colesterol 

• "In hoc signo vinces" 

• El Evangelio según San Jesús 



















Andrés Capelán 


cuentos 



Andrés Capelán nació en Montevideo en 1954. Se inició como periodista en la prensa obrera (El 
Omnibusero) y trabajó varios años en el quincenario Mate Amargo como cronista sindical, de 
internacionales, y humorista. Otros varios años más se desempeñó en la agencia de noticias 
Comcosur, colaborando también con la Agencia Latinoamericana de inf ormación y otras 
publicaciones. En los últimos años ha escrito un puñado de cuentos y piezas humoristicas que se 
pueden leer en algunos de sus varios blogs derivados del primero: andrescapelan.blogspot.com. 


El Viaje 

Edición digital de Andrés Capelán 
Montevideo - Uruguay - Julio de 2015 

(Ilustración de tapa: “II treno de Fellini” de Dino Buzzati) 



Club de Escritores 


Cuando le dices a Wordsie lo maravillosamente bien que escribe, ella no te cree, te lanza una mirada 
socarrona y busca cambiar de tema: ¿Cómo están tus hijos? -te preguntará si es que los tienes. Si 
insistes con el tema de la calidad de su obra, ella se pondrá seria y a lo sumo te dirá: Escucha, no 
tiene irrportancia; nada tiene demasiada importancia y ésto tarrpoco, asi que ya está bueno, habla de 
otra cosa, por favor -y tu no tendrás otra opción que hacerle caso. 

Lordie, en cambio, escribe tan mal pero es tan pagada de si misma que al principio te causa gracia y 
luego piedad. A ella si le encanta hablar de su obra y -para desgracia de nosotros, sus amigos- 
recitarla una y otra vez a viva voz. ¡Por Dios, Lordie! ¿No te das cuenta de que escribes muy mal? - 
quieres decirle pero nunca te animas por no lastimarla, porque es tu amiga y la quieres. Entonces 
callamos y soportamos estoicamente sus declamaciones y a Lordie le brillan los ojos del orgullo. 

A Bear se le importa un pepino lo que tú opines sobre su obra y vaya si te lo hace saber. Para 
empezar, nunca nos lee nada. Si quieres conocer lo que escribe Bear tendrás que corrprar sus libros. 
Luego, si le preguntas por algo que no has entendido, te responderá realmente serio: Si hubiera 
querido explicar las cosas, habria escrito un ensayo -y tú no puedes menos que coincidir con él y 
entonces te sonries y te callas. 

Goldie es distinto, él disfruta hablando de su obra, y lo bueno es que te hace disfrutar también a ti. Te 
explicará todas las dudas que tengas, al punto de continuar sus historias oralmente allá hasta donde tú 
lo necesites. Te contará los pormenores que precises conocer para comprender cabalmente su mundo, 
te hablará del clima, de las cosechas, de la infancia conflictiva de uno de sus personajes secundarios, 
del olor que habia en la calle en la que A se encontró con B, en fin, de todo lo que sea necesario para 
que entiendas. Él disíhita haciendo eso y nosotros también. Por eso muchas veces le hacemos 
preguntas por gusto. 

Lranzie es lo opuesto de Goldie, al punto de que nunca muestra lo que escribe. Sienpre anda para 
arriba y para abajo con un portafolios lleno de manuscritos ajados, pero cuando le pides que te 
adelante algo de su novela, indefectiblemente te responde: No es el momento, todavia no está pronta, 
todavia no está pronta. Y siempre te dirá lo mismo por más que insistas. Para peor, Lranzie no 
abandona su portafolios ni para ir al baño, asi que ni siquiera nos queda la opción de husmeárselo 
cuando él no está, porque siempre está. En un momento llegamos a dudar de que Lranzie realmente 
estuviera escribiendo algo, pero Lordie nos ha contado que lo ha visto escribiendo desaforadamente 
en la mesa de un bar. Luego, cuando ella ha entrado en el establecimiento, Lranzie ha guardado sus 
hojas apresuradamente y se ha sonrojado. 

En cambio, Pride no tiene empacho en hablar de su obra, aunque es inútil porque del mismo modo en 
que ninguno de nosotros entiende nada de lo que escribe, tampoco le entendemos sus explicaciones. 
Pero además, Pride escribe de tal manera que las más de las veces nos da vergüenza pedirle 
explicaciones, asi que callamos y nos quedamos con la sensación de que él es un gran escritor y 
nosotros unos ignorantes gandules. Pride es el más exitoso de todos nosotros, ya lleva publicadas tres 



novelas que se han vendido muy bien y está eseribiendo la cuarta. Los críticos lo adoran, pero como 
cada cual tiene su explicación propia para esa admiración, de poco sirve leer las criticas de los 
libros de Pride para tratar de entender de qué cornos está hablando. 

En lo que a mi respecta, en principio he optado por no decir a nadie que voy al Club de Escritores. 
Una vez cometí ese error y la gente dejó de hablar de sus cosas delante mió por temor a convertirse 
en una de mis historias. Ahora escribo en secreto y sólo muestro mis escritos en el Club; pero claro, 
éste no se lo mostraré a nadie, no quiero que mis amigos escritores se enojen conmigo. Al fin de 
cuentas, no soy San Francisco de Asis y con alguien tengo que hablar ¿no? 



Crash 


Quiso acordarse pero no pudo. Tampoco le importó porque no se dio euenta. De todas maneras 
apretó el acelerador e hizo avanzar el automóvil. Apoyando la espalda firmemente en el respaldo del 
asiento, aumentó la velocidad al máximo y el auto se estrelló contra el muro. Sacudió la cabeza y le 
hizo dar mareha atrás. Maniobró sin pena y sin rabia, volvió a acelerar a fondo, y el auto pegó de 
nuevo contra el muro. Chasqueó tres veces la lengua e intentó de nuevo la maniobra, ésta vez más 
despaeio. Sonrió euando al fin logró girar el vehieulo 90 grados haeia la izquierda y haeerle 
eontinuar la mareha en paralelo al muro. Cuando le llegó hasta los pies, se inclinó, lo tomó con la 
mano y lo introdujo en el morral junto con el control remoto. Al enderezarse pereibió un aroma 
vagamente conoeido. Se toeó las asentaderas y las eneontró húmedas. Entonees supo que tenia que 
entrar para que lo lavaran, otra vez se habia heeho eneima. 

Mientras lo lavaban ereyó recordar algo. Cerró los ojos y vio un campo y un árbol. En el árbol 
habia flores y en el canpo habia un raneho. Junto al rancho una silla con un montón de ropa... no, no 
era un montón de ropa, era un hombre. Al lado suyo, un perro dormia en la sombra... no, no era un 
perro, era un niño. Un niño jugando con un auto a control remoto. Se acercó para mirarle la eara y se 
dio cuenta de que esos rasgos le resultaban familiares. ¿Dónde habia visto antes a ese niño? Justo 
cuando iba a preguntarle el nombre, la enfermera le despertó sacudiéndolo suavemente. Silencioso y 
pensativo, con el entrecejo ífuncido, dejó que ella le ayudara a salir de la tina. Dejó que le vistiera. 
Dejó que le sentara en un silla a la sombra de un tilo, donde también habia un perro, un labrador 
dorado que le miró a los ojos y movió despacio la cola en señal de reeonocirráento. Entonces eerró 
los ojos y lloró. 

Se dejó abrazar por la madre y siguió llorando en su hombro hasta que poco a poco fue 
desapareciendo la angustia. Euego levantó la cabeza y abrió los ojos. Sonrió a la enfermera y dejó 
que le depositara en el regazo la bandeja con la taza de té con leche y plantillas. Mojó las plantillas 
en el té, las comió todas y vació la taza. Euego se limpió con la servilleta de tela blanca almidonada, 
devolvió la bandeja y siguió jugando eon el auto a control remoto. 

Al poco rato descubrió que la carretera no era larga sino cireular. Sentado al volante veia como 
pasaba una y otra vez por el mismo puente; como aparecia una y otra vez el mismo pueblito con la 
misma iglesia, con el mismo café con mesitas en la vereda, donde una misma mujer rubia tomaba otro 
té. Ea euarta vez que pasó por el café detuvo la mareha. Estaeionó el auto junto a la aeera, abrió la 
portezuela y bajó. Miró a la mujer rubia, que le sonrió y le dijo “¡Hola! Haee mucho que te esperaba, 
pensé que no te ibas a detener nunea...” Él sonrió también, apartó una silla y se sentó frente a ella. 
“¿Cómo estás, preeiosa?” le dijo seduetor. “Bien, Papá, diseulpá que la semana pasada no pude 
venir, pero Susan estaba con fiebre y no podia dejarla sola”, le contestó ella. “¿Tenés un cigarro?” 
preguntó él. 

Aspiró lentamente el humo del cigarrillo, lo paladeó, lo envió a los pulmones y luego lo expulsó 
por la nariz. En ese momento se dio cuenta de que el pianista estaba tocando aquella eaneión. 
Enojado, se levantó, entró al salón y lo inerepó: “¡Sam! ¿Cuántas veces te dije que no tocaras esa 



canción?” Como toda respuesta, el pianista inclinó la cabeza y señaló con la mirada hacia una mesa 
del fondo del salón. Él giró en redondo y entonces la vio, sonriente y fumando. Se acereó a la mesa, 
apartó una silla y se sentó frente a ella. “¿Cómo estás, preeiosa?” le dijo algo perplejo mientras ella 
lanzaba una bocanada de humo. “¿Por qué lloras, hijo?” le preguntó ella. “No lloro -contestó él, 
pestañeando- es el humo en mis ojos”. Cuando abrió los ojos, ella se habia ido. 

Con el cigarrillo todavía en los labios y el entreeejo fruneido, salió del café, volvió a subir al 
convertible, lo encendió, puso el eambio y apretó el acelerador a fondo. El bólido sureaba raudo la 
eanpiña. Al llegar al puente una ceniza le entró en un ojo. Se estrelló contra el muro a máxima 
veloeidad. Salió disparado por sobre el parabrisas y eayó eomo un bulto flácido en el arroyo. 
Cuando abrió los ojos, se encontró con el rostro de ella easi pegado al suyo. “¿Se siente bien?” -le 
preguntó la enfermera. “Si, si -contestó él- ¿No tiene un cigarrillo?”. Ella le puso un eigarrillo 
encendido en la boca y se alejó. Él tomó el control remoto, apretó el acelerador e hizo avanzar el 
automóvil. Aumentó la velocidad al máximo, y el auto se estrelló contra el muro... 



Caída Libre 


Volaba rápido. La fuerza del viento le hacia difícil mantener los ojos abiertos, y tampoco podia 
respirar. “No inporta, voy a disfrutar” -pensó aguantando el aliento, el pecho inflado, los brazos 
extendidos, el traje flameando. Su madre lo miraba desde una lejana loma de verde césped, nerviosa, 
retorciéndose las manos. Su padre movió la cabeza repetidas veces a derecha e izquierda y dijo: 
“Éste siempre el mismo pelotudo”. Él sonrió mientras surcaba raudo los aires. Tipico de su padre 
ese comentario. Lo mismo dijo cuando perdió el primer examen, cuando se ennovió por primera vez, 
cuando se tuvo que casar de apuro, cuando dejó de estudiar, cuando comenzó a trabajar, cuando 
perdió el primer trabajo, cuando tuvo el primer hijo, cuando se divorció por primera vez. Él sienpre 
movia la cabeza de izquierda a derecha y decia “Éste siempre el mismo pelotudo”. Su madre en 
cambio guardaba silencio y se retorcia las manos, igual que ahora. 

Habia planificado un viaje corto, unos pocos metros, unos pocos segundos. Sin embargo, ahora, en 
el aire, el vuelo parcela mucho más largo y lo disfrutaba. Se dio cuenta de que toda la vida habia 
estado buscando esa sensación de libertad, y se preguntó por qué habia esperado tanto. Claro que la 
respuesta ya la tenia en la cabeza antes de hacerse la pregunta. Los conpromisos, las presiones 
sociales, el qué dirán... Con una sonrisa recordó aquel aforismo reaccionario que decia “Si Dios 
hubiera querido que los hombres volaran tendríamos alas”. Eso le hizo acordarse de la Primera 
Comunión y de la catequista, una solterona que vivia con la madre. Ella fue la que le abrió las 
puertas del catolicismo. Para entrar, cuando le explicaba el Génesis y el Apocalipsis, y para salir, 
cuando quedó embarazada “de un señor mayor y casado”, como contaba su madre a las amigas 
cuando pensaba que él no escuchaba. 

Giró en el aire y quedó mirando al cielo, los pelos revoloteando para todos lados. Saludó al piloto 
del avión, respiró hondo y volvió a girar, el cielo estaba radiante pero queria ver hacia dónde iba, 
que ya era hora de buscar un adecuado campo de aterrizaje. Vio una plaza repleta de personas, 
decenas de miles tal vez, que escuchaban a un orador que -micrófono en mano- caminaba para un 
lado y para el otro de un gran escenario. No, alli no habia lugar. Giró hacia su izquierda y se 
encontró con un estadio en el que otros miles de personas presenciaban un partido de fútbol. Alli 
tampoco, hubiera sido una falta de respeto interrumpir el match aterrizando en el pasto. ¡Pasto! - 
pensó, y dirigió el vuelo hacia la loma en la que lo esperaba su madre, ahora con los brazos abiertos. 


Explotó cuando cayó en la acera. 



No me vas a creer 


-El otro día me pasó una cosa increíble... 

-¿Me das fuego? 

-Si, tomá. No te hacés una idea. Lo primero que pensé fue: “el Claudio no me va a creer cuando se 
lo cuente”. Resulta que yo venía caminando por la plaza y de repente... 

-Dame el yesquero de vuelta que no prendió. 

-Si, a ver... parece que ahora agarró. Bueno, resulta que... 

-Los cigarros vienen cada vez peor, andá a saber qué porquería le meten. Cualquier cosa menos 
tabaco. ¿No te parece? 

-Si, claro, pero escuchá. Vengo caminando por la plaza y de repente veo que... 

-Está fea la plaza ¿no? Llena de pichis, está. Antes no era así. 

-Bueno, pero vengo caminando por la plaza y entonces... 

-¿V)s no pensás que antes las plazas estaban mucho más limpias? 

-Sí, sí, pero dejame contarte. 

-Claro, dale, contá, contá tranquilo. 

-Resulta que vengo caminando por la plaza y de repente me encuentro ¿a qué no sabés con quién? 
-Perá, ¿pedimos otra cerveza? 

-Si, pedí. Miro para adelante y me encuentro con... 

-¡Mozo! ¡Otra cerveza! Dale, seguí. 

-Bueno, que miro para adelante y me encuentro nada menos que con Susana. ¿Te das cuenta? 

-De qué. 

-¡De que después de tantos años me vengo a encontrar con Susana cara a cara en la plaza! Cuando 
la vi, me dije, esto se lo tengo que contar al Claudio, no me va a creer. 

-Dame fuego. 

-Tomá, quédate con el yesquero. Entonces ella agarra y me mira a la cara, y no me vas a creer... 
-Se le gastó la piedra, parece. A ver, no, se mojó la medita. ¡Salud! 

-Si, salud, bueno y entonces ella que me mira y yo que la miro... 



-¡Mozo! ¿Puede ser una eaja de fósforos? ¿Y entonees? 

-Entonces, no me lo vas a creer, ella me sonríe y me dice... 

-Gracias, ¿cuanto se debe? 

-¿Todo? 

-Si, todo. Dejá que pago yo. 

-Ochenta y cuatro pesos 
-Está bien así. 

-Gracias 

-Che, Raúl, te dejo, en 10 minutos tengo que encontrarme con Susana, y si no me voy ahora no 
llego. Después me seguís contando. ¿Sí? 

-Si, chau... Bo, Claudio, devolveme el yesquero ¿querés? 



¿Es tan difícil entender eso? 


Ella dijo: “¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? Ya me tienes harta con tus ironías y tus 
indirectas. ¿Hasta donde piensas llegar con eso? Insistes una y otra vez con lo mismo. ¿No te das 
cuentas de que aburres? Sí, aburres y aburres mucho. Dios bien sabe cuanto aburres. ¿A quién 
piensas convencer con esos comentarios agresivos? En realidad logras el efecto contrario al que te 
propones. Generas rechazo ¿No te das cuenta? No, claro que no te das cuenta, es por eso que sigues y 
sigues con tus ironías. Una y otra vez y otra vez de nuevo. ¿Estás buscando que me harte de ti? Pues 
ya lo has logrado, así que basta. Date por satisfecho y déjame tranquila. Olvídame ¿Quieres? Tan 
sólo eso: olvídame y haz tu vida como si yo nunca hubiera existido, que eso es lo que haré yo de 
ahora en más. Por eso te advierto: no gastes tu tienpo contestándome. No te escucharé, no te leeré, ni 
siquiera te miraré. A partir de ahora serás transparente para mí, serás como un vidrio inmaculado, 
miraré a través de tí sin verte. ¿Eo entiendes? ¿Entiendes de lo que hablo? ¡Santo Dios! Dices que lo 
entiendes pero continúas con tu cantinela... ¿Qué tengo que hacer para que me dejes tranquila? Te 
creía más inteligente. ¿Sabes? Además de hastiarme me has decepcionado. ¿Nunca has escuchado el 
refrán? ¿Por qué entonces sigues respondiendo necedades? Deja eso ya, cállate de una buena vez, 
vive tu vida, sé feliz, olvídame, por favor, olvídame. No te amo. No quiero saber de tí nunca más. 
¿Es tan diñcil entender eso?” 

Él la miró a los ojos, pero no le dijo nada. Aquella mujer hablaba en serio, y al fin de cuentas tal 
vez tuviera razón. Se dio media vuelta y se fue. Ella continuó pidiéndole que se callara hasta mucho 
rato después de que él se fuera. Para ese entonces él ya la había olvidado. 



El viaje 


Con su cabello a la moda, ella parecía salida de una página de “Burne”. Caminó rápido por la 
Avenida Iturriaga y euando llegó a la parada del ómnibus, giró alrededor de la pequeña tillantasea 
buseando su sombra. Era tenprano en la mañana pero ya se presentía un alarmante anuncio de 
bochorno. Como cuando en un crisol está por abrirse la esclusa para que fluya el arrabio, como en un 
euento de M.T. Hastings, eomo euando el mundo reeién estaba heeho; el ealor sólo esperaba que el 
sol se elevara un poco más para derramarse inrrásericorde sobre la humanidad indefensa. 

Desde esa altura veía la ciudad extendida a sus pies: poliedro tras poliedro tras poliedro, miles de 
poliedros de vidrio y piedra en eientos de tonalidades de grises hasta donde aleanzaba la vista. Un 
avión alto en el cielo. Allá a lo lejos divisó el edifieio haeia donde se dirigía al igual que todos los 
días durante los últimos diez años: una aguja roma en el estilo de Van der Angst. “Diez años...” — 
pensó— y respiró hondo, casi suspirando. 

El vehículo anunció su llegada eon el sonido de su estruendoso motor, y euando dobló la esquina y 
comenzó a trepar la subida de adoquines tipo holandés, ella pensó que ese ómnibus que lanzaba el 
humo por su ehimenea trasera era muy pareeido a la laneha que la llevaba todos los días a la eseuela, 
allá en Eondamar. 

Euego de puesta en libertad esa imagen, todo su viaje fue un largo recordar de esa infaneia y esas 
amplias lanehas llenas de escolares y mujeres con su colada y pescadores eon sus somormujos y los 
soldados siempre atrás, prestos a revisar eada paquete sospeehoso, a robarse eada peseado sabroso 
y eada mujer que les gustara. Cerró los ojos con fuerza, quiso prestar ateneión a los earteles de los 
eomereios de la Avenida Foeh, quizo eantar mentalmente la pegajosa “You don’t mean to be mine” 
de Walter Espert, pero fracasó en cada oportunidad. El recuerdo de la lancha de Eondamar le volvía 
una y otra vez a la concieneia. 

Al fin, un sacudón le avisó que la lancha había llegado al muelle, pero ella se quedó allí, paralizada, 
sentada en el banco de madera, mirando con ojos llenos de asombro y lágrimas a los soldados que le 
gritaban que bajara de una buena vez, que no podían esperar todo el día por ella, que la laneha debía 
continuar su marcha inexorable, interminable, ineansable... 



Caminé 


Caminé y caminé y caminé. Mucho caminé, horas caminé. Caminé tanto que me duelen los pies y ya 
no se dónde estoy. Miro a mi alrededor y no reconozco a la gente ni a las easas, ni a las baldosas, ni 
a los árboles. Todo es extraño, distinto, nuevo, amenazante. Un hombre pasa y me saluda pero yo no 
lo reconozco. Por educación, retribuyo el saludo eon una inelinación de eabeza y sigo earránando. 
Una niña se me acerea eorriendo y me tira del saeo. La miro, no la eonozco. Me diee algo en un 
idioma que yo no entiendo. Aprieto nú solapa, pego un tirón ñierte para que me suelte el saco, y 
apuro el paso. La niña queda atrás, llorando desconsolada, no entiendo por qué, no la conozeo, no le 
hiee nada. La gente mira a la niña y me mira a nú. Una mujer se aeerea a la niña y le aearieia la 
eabeza, la niña llora en su regazo. La mujer me núra con cara de reprobaeión. Yo no hice nada malo, 
simplemente huí de una desconoeida. Aquí son todos deseonoeidos porque eanúné mueho. Miro los 
earteles de los eomereios y están eseritos en un idioma que yo no entiendo. Intento adivinar qué 
venden pero me es imposible. Miro los eseaparates pero no conozco las mercaderías que exhiben. 
¿Frutas exóticas? ¿Ropas extranjeras? No lo sé, no puedo distinguir una eosa de la otra. Pienso que 
lo mejor sería desandar lo andado pero no me animo. Allá atrás la mujer sigue mirándome, la niña 
sigue llorando, y el hombre que me saludó se les ha acereado y conversa con ellas. Me señalan a 
otros transeúntes. Sin dudas hablan de mí. Entonces dejo de núrar atrás y vuelvo a apurar el paso. 
Camino y eamino por una vereda extraña, de color indeñnido, construida con un material 
desconoeido para mí. Neeesito un punto de referencia, un cable que me devuelva a nú mundo. Miro 
el cielo con la esperanza de encontrar al menos una nube familiar y tranquilizadora, pero no hay 
ninguna. Arriba solo veo un gigantesco insecto volando lentamente en círculos sobre nú. Sin dejar de 
eanúnar, voy buseando la proteeción de la sombra de esos enormes, extraños árboles plantados a un 
costado de las veredas. Me pregunto de qué espeeie serán, de cual variedad. No eneuentro 
respuestas. Nunca vi árboles así. Allá, a lo lejos, frente a los almaeenes, el grupo de gente que rodea 
a la niña es eada vez mayor. Todos me núran y gesticulan y hablan entre ellos. Algunos comienzan a 
gritarme eosas que yo no entiendo, me pareee que por la distaneia, pero también porque hablan en el 
núsmo idioma deseonoeido que la niña. Vuelvo a apurar otra vez el paso, tengo que llegar a easa. 
Camino y camino y cuando núro hacia atrás, la niña y la mujer y el hombre parecen estar siempre a la 
núsma distaneia. ¿Me están siguiendo? Entonees corro, corro y corro, cada vez más rápido, corro. 
Tengo que llegar a nú casa. Mi casa. Mi casa... -pienso mientras me tropiezo y eaigo. 



r 

El está por llegar 


Cada hombre que pasó por tu vida te dejó su huella, desde tu padre -el primero- hasta el que estás 
esperando ahora -el último-. Curiosamente, piensas, ambos te dejaron el mismo tipo de huellas. El 
primero, las de su cinturón de cuero, el último, las de sus nudillos. El primero te queria enseñar a 
obedecer, el último también. 

Con cada hombre que pasó por tu vida aprendiste algo. Con Roberto aprendiste a separar los 
muslos, con Carlos a disfrutarlo, con Jorge a odiarlo. Con Roberto también aprendiste que al subir a 
un ómnibus vacio habia que sentarse en el fondo para no tener que ceder el asiento a embarazadas, 
ancianas o lisiados; que los cubiertos se ponían en el escurridor con las puntas para abajo; que el 
rollo del papel higiénico se colocaba al revés de como lo hacías tú; y que para los hombres el sexo 
es una necesidad fisiológica independiente de tus deseos (con Roberto aprendiste a cerrar los ojos y 
dejar hacer). Roberto además te enseñó que la fidelidad es una cualidad únicamente femenina, y eso 
te dolió mucho. Tanto te dolió que volviste a la casa de tus padres, y ahí aprendiste que no hay nada 
peor que una mujer que abandona al marido. Tu padre te miró con desprecio, más hosco que siempre; 
tu madre te trató de pretenciosa y te llamó fracasada. Te hundiste en el pozo que tu misma excavaste, 
comenzaste a tomar antidepresivos, luego alcohol, y luego apareció Carlos. 

Pensaste que renacías, que la vida era maravillosa, que había justicia en el universo. Fuiste feliz, 
muy feliz. Cantaste, bailaste, moriste y volviste a nacer en los brazos de Carlos una y otra vez. Eo 
querías mucho y pensaste que él también te quería mucho a ti. Dos veranos cantaste, bailaste y 
moriste con Carlos, y un otoño te despertaste y viste una esquela en tu mesa de luz: No llores 
perderme, nunca me tuviste / yo no puedo darme, esa es nú condena, decía, y Carlos ya no estaba. 
Ese día aprendiste que amar no es suficiente y entendiste un tanto el despecho de Roberto. 

-¿Te vas de vuelta? Ahora si te va mal, no vuelvas -te había dicho tu madre. No tu padre, tu madre 
te había dicho eso. Y volviste a llorar, más desamparada que antes pero tal vez por eso mismo 
lloraste menos que antes. 

Cuando Jorge te envió el primer ramo de rosas de tu vida no dudaste un segundo. Te casaste con 
dos meses de embarazo. Pensaste que de esa manera ya nunca más volverías a quedarte sola. 
Entonces aprendiste que hay hombres que no son lo que parecen (se suponía que eso lo debías haber 
aprendido mucho antes pero fue recién entonces que lo aprendiste), y que una trampa puede desatar la 
furia. Tal vez fuera por los golpes, tal vez fuera por tu angustia, pero nunca pariste. Volviste a llorar - 
esta vez por los dos- y cada lágrima era seguida por un nuevo golpe. Pensaste que te lo merecías, 
creías que te los merecías. Callaste y seguiste cerrando los ojos y separando los muslos. Dando 
vuelta la cara, los dientes apretados para soportar el olor a alcohol, los puños cerrados aferrados a 
la sábana para soportar los suyos. Meses, años. Nadie oyó tus gritos porque nunca gritaste (“Si te va 
mal no vuelvas” te había dicho tu madre). Ahora estás fumando sentada frente a la mesa de tu cocina, 
bebiendo alcohol, escribiendo. Miras el reloj, él está por llegar. 



A ver cuándo se repite 


Llegaron cada uno por su lado pero al mismo tiempo. Se miraron y se sonrieron el uno al otro aunque 
con un dejo de tristeza. Él apartó una silla y ella se sentó, luego él giró en torno de la mesa e hizo lo 
propio. Se volvieron a mirar y volvieron a sonreir. 

—¿Qué tomás? -preguntó él sin dejar de mirarla a los ojos. 

—^No sé... -dudó ella- hace calor... ¿qué tal una cerveza? 

—Perfecto -respondió él al tiempo que llegaba el mozo- Buenas tardes, una cerveza grande -le 
dijo. 

—Como no, enseguida— respondió el mozo y giró sobre los talones. 

Él la volvió a mirar mientras ella revolvía la cartera buscando la caja de los cigarrillos. Cuando 
los encontró y se puso uno en la boca, él ya extendía la mano con el encendedor prendido. 

—Gracias -dijo quedamente ella. 

—De nada -contestó él, y a continuación encendió un cigarrillo de los suyos y lanzó el humo hacia 
adelante. Los dos humos se mezclaron pero tenían distinto color, el del cigarrillo de ella era 
blancuzco, el del suyo era azulado. Distintas mezcla de tabacos, claro. 

—¡Qué calor! ¿Eh? Está realmente insoportable -dijo él. 

—Si, terrible -contestó ella- además hay mucha humedad... 

—Bueno, está anunciado tormenta -recordó él en el momento en que el mozo llegaba con la 
cerveza y dos vasos. 

Se quedaron callados mientras el mozo destapaba la cerveza y servía un poco en cada uno de los 
vasos. 

—Gracias -le dijo él. 

—Para servirlo -contestó el mozo. 

—Sí -dijo ella continuando la conversación- sienpre anuncian tormenta y al final no llueve nada. 

—Es verdad -dijo él mientras terminaba de llenar los vasos- no dan pie con bola. 

—Es que el tiempo está loco -dijo ella. 

—El cambio climático... -sugirió él mientras levantaba el vaso- Salud -conminó enérgico. 

—Salud... -respondió ella desganada, y comenzó a beber la cerveza. 

—Ahhhh -dijo él, satisfecho- no hay nada como una cervecita bien fría un día de calor. ¿No? 



Ella giró la cabeza y miró cómo una moto se eseurría a toda veloeidad entre dos ómnibus con el 
eseape abierto. 

—¡Qué loeura! -dijo mientras movía la cabeza eomo negando- ¿Así eómo no querés que se 
maten? 

—Si, son unos kamikazes -dijo él estirando la eabeza para poder seguir viendo la moto 
zigzageando entre los vehículos. 

Terminaron los cigarrillos y encendieron otros. Ésta vez ella se le adelantó y lo prendió con su 
encendedor sin darle tiempo a nada. 

—Si no hubiera tanta humedad, el calor no embromaría tanto -dijo él. 

—Si, la humedad es lo que tiene -respondió ella mientras terminaba la cerveza. 

—Yo no sé por qué no hacen algo -se preguntó él. 

—¿Con la humedad? 

—^No, con las motos, todos los días se matan dos o tres, es una locura 

—¿Y qué querés que hagan? ¿Que prohíban las motos? Dejálos que se maten nomás, si son 
estúpidos... 

—Si, pero si vos los atropellás, después el mal rato lo pasás vos -reflexionó él- y no hay dereeho, 
si quieren matarse, que se maten solos pero que no te embromen a vos. ¿No? 

—Ehbuah-contestó molesta ella- vos siempre queriendo arreglar el mundo... 

—Y con el ruido que haeen esos escapes... 

—Sí, es insoportable, con eso sí que tendrían que haeer algo 

—Y no llueve... -reflexionó él. 

—Ya va a llover y después se van a quejar porque hay inundaciones 

—Sí, el tienpo está loeo 

—Siempre pasa lo mismo -aeotó ella. 

—Cuando yo era chico no pasaban estas cosas, cuando era verano era verano y cuando era 
invierno era invierno, ahora, en cambio, está todo mezclado, ya no sabés como vas a salir, ya no 
sabés -remarcó él. 

—Decímelo a mí, que salgo de easa de mañana temprano y tengo que traerme todo un equipaje por 
las dudas de si llueve o si reíresea, que si no después te agarrás una gripe y terminás no pudiendo ir a 
trabajar -se quejó ella. 

Él terminó de vaciar la botella de eerveza en el vaso de ella y le preguntó: 


¿Tomamos otra? Está tan riea... 



—^No, dejá, tengo que volver a trabajar -eontestó ella y vaeió su vaso. 

—Tenés razón -reeonoció él- además la eerveza tiene mué has calorías y al final te da más calor. 
—Si, eso también, vamos, -dijo ella al tiempo que comenzaba a pararse. 

Él dejó un billete de cien pesos sobre la mesa antes de pararse y buscar al mozo con la mirada. 
Cuando lo encontró, le hizo un gesto para indicarle que allí quedaba el dinero. El mozo asintió con la 
cabeza y sonrió. 

De pie los dos junto al semáforo, él le dijo: 

—Bueno, un gusto charlar contigo, a ver cuando se repite. 

—Lo mismo -dijo ella- chau, hasta otro día. -y cruzó la calle rauda aprovechando la luz verde. 

—Chau-dijo él. Pero ella ya se había ido. 



Las Arañas y yo 


Al principio las mataba sin misericordia. No bien las veia las mataba con lo primero que tuviera a 
mano. ¿Por qué? Pues porque desde niño me habian dicho que eran dañinas, asquerosas, peligrosas, 
lo peor de lo peor y por eso habia que matarlas. Asi fiie que de la adolescencia para acá, me pasé 
toda la vida matando arañas. ¡Una araña, una araña! -gritaba nú madre y alli corria yo, cid 
canpeador con la zapatilla o la escoba en la mano, según la oeasión, para aplastarla antes de que 
tuviera tiempo de huir. 

¡Una araña, una araña! -gritaban luego nús novias, y alli también eorria yo, superman con la zapatilla 
en la mano. ¡Una araña, una araña! -gritaban después nús esposas y luego nús hijas, y otra vez de 
nuevo ahi iba yo, vengador del futuro, eon el inseetieida en aerosol que no daña la eapa de ozono en 
la mano (a esa altura ya habia renuneiado a la zapatilla pese a las quejas de nús mujeres, que sentían 
el núsmo terror pánico ante una araña moribunda que ante una rozagante). En fin, que asi fue pasando 
nú vida hasta que hace unos años logré independizarme y tener un poco de paz. Cuando me mudé a 
esta casa ellas ya estaban, por eso el día anterior a la mudanza rocié todas las habitaciones con 
insecticida y cerré herméticamente puertas y ventanas. Veinticuatro horas después, abrí, ventilé, y 
barrí sus cadáveres concienzudamente. Revisé las paredes y los zócalos y luego di el visto bueno a 
los ehangadores de la empresa de mudanzas para que entraran el colchón y el banquito (el bolso con 
ropa lo había traído yo núsmo). 

De ahí en adelante, lo primero que hacía todos los días al volver del trabajo era revisar si había 
alguna. Entraba sin hacer ruido y prendía la luz rápidamente, para no darles tienpo a esconderse. No 
digo todos los días, pero bueno, día por medio mataba a dos o tres. Y así fue pasando nú vida hasta 
que un año me fui de vacaciones. Falté de mi hogar por quince días, y cuando volví me quedé duro 
ante el panorama. ¡Sí! ¡Telas de araña por todos los rincones! Me flaquearon las rodillas y tuve que 
apoyar nú dorso en el marco de la puerta para no caer desparramado en el piso. Pensé: “¡Qué 
injusticia! ¡El trabajo de años (tres) tirado a la basura por quinee días de vacaeiones! ¡No tengo 
perdón!” Pero... pero, pero, pero... Hete aquí que me pongo a observar con un poco más de 
detenimiento y ¿qué deseubro? Pues que en esas telas de araña (ahora que lo pienso, ereo que eso de 
que tejieran sus telas contra el teeho lo hieieron a propósito, para lueirse y para agradarme) se 
balanceaban los eadáveres de deeenas de asquerosas e inmundas moseas. Como en una exposieión, 
colgaban inertes los exoesqueletos de varias “musca doméstica”, “drosophilae”, “simuliidae”, 
“sarcophagidae”... hasta alguna “mayetíolae” creo que había. Y ahí pensé. Dejé nús valijas en el 
suelo, erueé los brazos, me tomé el mentón con la mano derecha, y pensé: ¿Para qué me pasé toda la 
vida matando arañas si a nú no me dan núedo? ¿Por qué voy a matar a las arañas si a nú las que me 
dan aseo son las moscas, que son precisamente el alimento principal de las arañas domésticas? 
Entonces reaccioné. Sacudí la cabeza, entré las valijas, eerré la puerta, arrimé una silla del living y 
me senté a confereneiar. 

Ese día firmamos el arnústieio y acordamos un pacto de no agresión. Yo las dejaría tranquilas 
mientras ellas no tejieran sus telas sobre nú cama, la mesada de la coeina, el eseritorio, la televisión 



y la mesa del comedor. Desde entonces convivimos en paz, ellas en sus alturas y yo en mis bajuras. 
Claro que cuando me viene a visitar alguna señorita tengo que quitar las telas. Les aviso antes, 
recorriendo las piezas aplaudiendo enérgicamente para darles tiempo a protegerse en sus guaridas. 
Luego, recorro todos los ángulos del techo con nú escobillón hasta no dejar ningún rastro de su 
existencia. Sé que cuando hacemos el amor ellas nos observan desde sus cuevas, casi puedo ver sus 
decenas de pequeños ojos múltiples brillando en la oscuridad, pero no me importa demasiado pues 
siempre ñii un tanto exhibicionista. Me remuerde un poco la conciencia tener que obligarlas a 
reconstruir nuevamente sus telas una y otra vez, pero ellas saben que es necesario. No sea que en lo 
mejor del asunto, la señorita de turno salte de la cama despavorida al grito de “¡Una araña, una 
araña!”. 



r 

El está ahí, me vigila desde su escondrijo en los matorrales de la laguna, y espera a que me vaya 
para salir a cazar anguilas y axolotes, para nadar panza arriba displicentemente, para entrar a la casa 
y revolver mis cosas. He intentado algunas veces volver antes y entrar en silencio por la puerta de 
atrás. Reviso la casa y descubro su rastro húmedo y las huellas de sus patas anchas en la alfombra, 
pero nunca lo puedo encontrar dentro. Miro entonces lentamente hacia la laguna por entre las rendijas 
de la cortina veneciana de la ventana del living, pero nunca lo puedo ver. Es que él me huele y se 
esconde, él me huele con esas miserables narinas que tiene en su pico negro y chato, con esas 
ranuritas de porquería que parece que no sirven para nada, y sin embargo con ellas me huele, y huye, 
y se esconde. Después, de madrugada, cuando está todo oscuro y no puedo verlo, cuando mis ojos 
rojos intentan conciliar el sueño mientras trato de olvidar el recuerdo del ñapear de las alas de miles 
y miles de somormujos como él que tengo metido en la cabeza, entonces lanza su obsceno grito y 
hace que salte de la cama, prenda las luces, corra hacia la ventana y descargue rrá escopeta sobre los 
matorrales que rodean la laguna. Cuando cesa el estruendo y el humo de la pólvora se disipa en el 
aire, entre el coro de perros que ladran asustados, lo escucho aletear mientras se aleja riendo hacia 
el monte. 

Esto sucede todos los días desde que comenzó el verano. He pensado en vaciar la laguna para que 
no venga más, pero me da pena por los castores, a los que tanto trabajo les ha dado construir su 
represa tronco a tronco, maderita a maderita, rarráta a rarráta. No puedo hacerles eso. Eos castores 
son amigos míos, me regalan peces para que ahúme en rrá estufa y haga conservas. Ellos también le 
temen al somormujo. Cuando llega, se esconden en la isla de su madriguera y sólo salen si yo estoy 
en el porche con la escopeta en rrá regazo y por eso él no se anima a salir de los matorrales. Entonces 
yo les tiro manzanas verdes que ellos atrapan en el aire dando volteretas. Desde que vino el 
somormujo paso todas las mañanas allí, ñunando rrá pipa sentado en la reposera con la escopeta en 
rrá regazo, mientras los castores retozan con sus crías y pescan y reparan las filtraciones de su 
represa. Eos vecinos ya están acostumbrados. Por lo general no pasan por frente a rrá casa, pero si 
tienen que acercarse a la laguna por algún motivo, me saludan con un respeto muy parecido al 
agradecimiento. Yo sonrío y muevo rrá cabeza como diciendo que de nada, que sólo cumplo con rrá 
deber. Ninguno se ha quejado nunca por irás disparos, es que ellos también le temen al somormujo. 
Pasan las noches encerrados en sus casas y saben que dependen de rrá para que los proteja. He 
pensado en mudarme a la montaña, pero eso sería traicionar a los castores y a los vecinos, y por 
sobre todas las cosas, rrá huida significaría la victoria del somormujo. Y la sinple idea de imaginar 
la sorna con la que comentaría luego irá derrota, se me hace insoportable y me obliga a permanecer 
ñrme en irá puesto. 

Anoche no intenté dormir. Eo estuve esperando hasta el amanecer. Me acosté vestido, con la 
escopeta pronta al costado de la cama. Tal vez el muy taimado se dio cuenta y fue por eso que no 
lanzó su grito terrible, o tal vez ya se fue, no lo sé. Apenas salió el sol, desayuné y salí con la 
escopeta a revisar los matorrales. Eos castores ya estaban pescando. Cuando me vio venir. Alfa me 
saludó como acostumbra (golpeando en un tronco con su gran cola plana y haciendo mohines 



moviendo los bigotes), yo le sonrei y saeudi mi mano levantando el brazo sin detener nú eanúno (que 
es eomo aeostumbro a saludarlo), y entonces él se zambulló en el agua. Mientras yo revisaba 
minuciosamente los matorrales de juncos en las nacientes de la laguna. Alfa salió del agua y depositó 
sobre la roca cuadrada tres grandes sardinas azules. Luego de mirar hacia donde yo estaba, volvió a 
zambullirse y siguió con lo suyo. Yo también segui con lo núo. En el rincón más apartado de la 
laguna encontré una gran bola de plumas y espinas, prueba inequivoca de que el somormujo habia 
estado alli. Envolví la bola en la hoja de un nenúfar y la guardé en nú faltriquera, \blvi a la casa sin 
encontrarlo, recogí las sardinas, las guardé en una lata y las tapé con aceite. Entonces empezó a 
llover. 

El día en que llegó el somormujo también llovía. ¡Y cómo llovía! Eo recuerdo como si hubiera 
sido ayer. Él venía volando bajito, como a los tropezones. Eas ráfagas de lluvia le entorpecían el 
vuelo rastrero, le dificultaban mantener el rumbo. Yo corrí a buscar nú escopeta y le disparé tres 
cargas. Eo vi caer en el agua, juro que lo vi caer en el agua, aleteando inútilmente, salpicando para 
todos lados. Eo vi aletear, iluminado por el fogonazo de un potente relámpago, en el medio de una 
gran mancha roja. Juro que vi hundirse su cabeza enpenachada y flotar su cuerpo hinchado, las cortas 
patas hacia arriba aún moviéndose. Juro que lo vi. Entonces resonó un trueno lento, profimdo y grave 
que hizo temblar largamente la casa, y luego toda el agua que había en el cielo cayó sobre la laguna. 
Nunca había visto ni oído llover así. No veía más allá del porche y la casa trepidaba golpeada por 
tanta agua. Fueron unos pocos minutos, sí, no duró mucho ese diluvio, pero cuando pude ver de nuevo 
la laguna, él ya no estaba. Me puse la capa y las botas, tomé el gancho de ballenero y salí a buscarlo, 
pero por más que revisé y revisé, no lo encontré por ningún lado. Eos castores también salieron 
apenas paró la lluvia para reparar presurosos el metro y medio de dique que había destruido la 
fuerza del agua caída. Mientras volvía a la casa escuché un tenue ulular en la lejanía, pero no le di 
importancia. Abrí nú lata de sardinas y me preparé la cena. Fuego, toqué el violín hasta que me vino 
el sueño. Entonces me fui a dormir, pero no habría pasado ni la nútad de la noche que me despertó 
éste grito desgarrador, éste sonido ominoso y terrible cuyo recuerdo y cuya inminencia me 
acompañan ahora todas las noches, y me han robado el sueño para siempre. 



Los Caminos de la Libertad 


I / Las Arvejas 


Fue un segundo de distraeeión. Miré para otro lado y euando volví a mirar ya no estaban. El 
problema era grave, porque una ensalada rusa sin arvejas no es una ensalada rusa. Yo abrí la lata, las 
colé y las dejé ahí, en el colador, arriba de la mesa, y de repente, miré y no estaban. Me quedé duro, 
paralizado. 

Si las dejé ahí: ¿cómo era que ahora no estaban? -pensé y mientras pensaba, con el rabillo del ojo 
las vi huyendo, rodando todas hacia la puerta de la cocina. Me moví rápido, de una zancada gané la 
puerta y la cerré antes de que llegaran. Si lograban alcanzar el jardín las perdería para siempre, ya 
que se rrámetizarían entre las matas de arándanos aún verdes, y sería inposible distinguirlas. Con el 
colador en la mano me incliné hacia ellas sonriendo, seguro de nú triunfo. 


Sin embargo, las muy taimadas no detuvieron su marcha, pues entre el borde inferior de la puerta de 
la cocina y el piso, hay una distancia de cuatro milímetros y eso fue suficiente para que -ante nú 
asombro- se escaparan por ahí. En grupos de diez o doce, en hileras paralelas, todas y cada una 
lograron escabullirse inmunemente. Pude haber aplastado a las últimas hileras con nú pie derecho, 
pero no tuve el valor. No me gusta la violencia y detesto la sangre, aunque sea verde. 


Miré hacia afuera y las vi perderse entre los arándanos, rebotando de alegría. Está bien -pensé- 
ellas también tienen derecho a ser libres. Sonriendo, volví a la mesada de la cocina, puse las rodajas 
de zanahoria y los cubos de papa de nuevo a hervir en la cacerola, y ese día almorcé churrasco con 
puré. Estaba rico igual y me ahorré la mayonesa. No hay mal que por bien no venga. 



Los Caminos de la Libertad 


n / Las Sardinas 


También las sardinas en aceite se me quisieron escapar (claro, el aceite es resbaloso, deberla 
haberlo tenido en cuenta, deberla haber tapado bien el frasco) y en el apuro por evitarlo, me apreté el 
ojo con la puerta de la heladera. De atropellado no más, me quedó el ojo aprisionado por el burlete y 
de la impresión no podia ir ni para atrás ni para adelante, quedé ahí, congelado (bueno, si, la 
heladera estaba como en "6", es verdad), sin poder moverme, en parte por el dolor, en parte por el 
susto. 

Vi las estrellas. Sí, con el ojo que me quedó afuera veía por la ventana las estrellas de la noche del 
domingo, con el que me quedó apretado veía cómo las sardinas salían del frasco y comenzaban a 
galopar por la rejilla del estante de la heladera. Junté fuerzas y —tirando la cabeza hacia atrás— 
cerré de golpe la heladera, que justo en ese momento arrancó el motor. Escuché cómo las sardinas 
gritaron del susto (Las entiendo: el golpe de la puerta, el ruido del motor, la súbita oscuridad, sí, no 
debe de haber sido fácil para ellas) y luego cómo se deslizaban de nuevo hacia la seguridad de su 
frasco. 

Anoche no cené. Tras ponerme untisal en el globo ocular, lo vendé lo mejor que pude, me tomé un 
antiinflamatorio y un Lexotán 6, y me fui a dormir. Hoy me desperté mejor, todavía me duele pero se 
soporta. Aún no me he atrevido a abrir la heladera, estoy juntando fuerzas. Adentro es todo silencio, 
pero estoy seguro de que apenas abra la puerta, las sardinas saltarán nuevamente de su frasco 
buscando otra vez una libertad que no estoy dispuesto a concederles... 



Los efectos del colesterol 


Aquí viene otra vez de nuevo. La espanto pero ella sienpre vuelve, una y otra vez y otra vez de 
nuevo... ¿La mosca es un pequeño kamikaze o es un pequeño estúpido? ¿Será que la mosca tiene una 
memoria muy corta y cuando vuelve a posarse sobre mí ya no se acuerda que acabo de espantarla? 
¿O lo suyo es tenacidad pura? ¿Qué quiere la mosca de mí? ¿Mi sudor? ¿Mi sangre? ¿O será que lo 
único que quiere es molestarme por ser mamífero, de envidiosa nomás? No sé qué quiere la mosca, 
pero aquí viene de nuevo. Ahora la espanto con el repasador: ¡Flap! Zumba, surca el aire nú 
repasador cuadrillé, crea una onda expansiva que aleja la mosca. Un ratita me deja tranquilo, pero 
no, no escarmienta, aquí está de nuevo, posándose sobre nú antebrazo mientras escribo esto (me hace 
cosquillas en los pelitos). Levanto el codo, la mosca vuela, da una vuelta y vuelve a posarse, ésta vez 
en nú cabeza. La muevo, me duele el pescuezo, se va, vuelve. Aquí, ahora, volando frente al monitor: 
la mosca. 

La mosca siempre vuelve. Como el sol, como las golondrinas, como las ganas de hacer pichí. Es 
imposible librarse de la mosca. Cuando no está es porque recién se ha ido o porque todavía no ha 
llegado. Aunque no la veamos, la mosca siempre está -pienso- y luego me arrepiento de haber 
dejado constancia de ese pensamiento. Ahora vuela a nú alrededor. Es una mosca chica y silenciosa. 
No, no es una de esas insoportables drosophila (esas chiquititas que andan en patota, tal vez por ser 
tan chicas andan en patota), esta es una mosca doméstica común y corriente. No muy grande, mas bien 
chica. Y silenciosa, como acabo de decir. Se posa en la bombilla del mate. ¡Ahí no! Pucha carajo. 
Me va a hacer enojar esta mosca. 

No quiero echar insecticida porque es de mañana y de mañana nús pulmones no tolerarían esa 
agresión. Si echara insecticida el que me tendría que ir sería yo. Ea mosca seguro que lo sabe y por 
eso me torea. Me quedo quieto. Está posada en nú hombro derecho. Como la paloma blanca 
amaestrada que se posó aquella vez en el hombro de Juan Pablo ü. Pero yo juro que no amaestré a 
esta mosca. Muevo la cabeza. Ea mosca vuela. Vuela en círculos. ¿Ea mosca no se marea? Me da 
envidia la mosca, con esa libertad que tiene de volar por todos lados, de llegar a los rincones más 
inaccesibles de nú casa. Si yo fuera una mosca podría encontrar enseguida el libro que busco en el 
estante de arriba del todo sin tener que subirme al banquito. Podría encontrar las alpargatas abajo de 
la cama sin necesidad de agacharme. Podría hacer mucho ejercicio sin salir de casa. Hasta podría 
embromar al vecino de al lado cuando pone las cumbias. Exacerbarlo hasta obligarlo a olvidarse de 
cambiar el disco. Pero no soy mosca, soy tipo. 

Ahora la mosca se posó en el escritorio frente a nú. Ea núro a los ojos. Me pregunto qué es lo que 
busca. Ella hace como que no me ve pero yo sé que me está mirando porque no lo puede evitar. Ea 
mosca ve para todos lados. Eevanto una mano y me rasco la oreja. Ea mosca se asusta porque piensa 
que la quería aplastar y sale volando. Ea embromé. Já. A la mosca no se le ocurre que yo nunca 
ensuciaría nú escritorio con su sangre. Porque las moscas tienen sangre como nosotros. Yo una vez 
aplasté una y la vi. Ea mosca no es como el mosquito, que usa la sangre de uno. No, la mosca tiene 
sangre propia, roja, pastosa, como con mucho colesterol del malo. Bueno, con las cosas que come, la 



mosca seguro que tiene colesterol. ¡Claro! Por eso tiene esa conducta errática y esa mala memoria. 
La mosea tiene arterioselerosis. Se me oeurre una idea. Abro la ventana de par en par. Me retiro a la 
otra esquina de la habitaeión. Buseo a la mosea. Está parada patas arriba en el teeho. Eso también me 
da envidia. Ea mosea earrána por las paredes como Donald O’Connor en Cantando Bajo la Eluvia. 
Espero. Ea mosea haee como que no se da euenta de que abri la ventana. Bueno, a lo mejor está 
distraída. Agito nuevamente el repasador euadrillé, trato de que vea que la ventana está abierta. Ea 
mosea abandona el teeho, da unos vuelos en eirculos y entonees si: ve la ventana y se zambulle por 
ella haeia la libertad. Pienso: pobreeita, me estaba pidiendo para salir... 



"In hoc signo vinces" 


Es el 27 de octubre del año 312, las tropas de Constantino el Grande marchan al encuentro de las de 
Majencio. En las cercanías del Puente Milvio Constantino mira el cielo, ve una imagen formarse 
frente al Sol y escucha una voz que le dice: “Con este signo vencerás”. Esa noche tiene un sueño en 
el que se le ordena cambiar el símbolo de sus estandartes por la imagen que ha visto en su visión. A 
la mañana siguiente, ordena sustituir las águilas por la Estrella de David... 



El Evangelio según San Jesús 


Pasado el sábado, al amanecer del primer día de la semana, María Magdalena y la otra María fueron 
a visitar nú sepulcro. De pronto, se produjo un gran temblor de tierra: el Ángel del Señor bajó del 
cielo, hizo rodar la piedra del sepulcro y se sentó sobre ella. Su aspecto era como el de un 
relámpago y sus vestiduras eran blancas como la nieve. Al verlo, los guardias temblaron de espanto y 
quedaron como muertos. 

El Ángel dijo a las mujeres: «No teman, yo sé que ustedes buscan a Jesús, el Crucificado. No está 
aquí, porque ha resucitado como lo había dicho. Vengan a ver el lugar donde estaba, y vayan en 
seguida a decir a sus discípulos: “Ha resucitado de entre los muertos, e irá antes que ustedes a 
Galilea: allí lo verán”. Esto es lo que tenía que decirles». Eas mujeres, atemorizadas pero llenas de 
alegría, se alejaron rápidamente del sepulcro y corrieron a dar la noticia a nús discípulos. 

Yo salí a su encuentro y las saludé, diciendo: «Alégrense». Ellas se acercaron y, abrazándome los 
pies, se postraron delante de nú. Y les dije: «No teman; avisen a nús hermanos que vayan a Galilea, y 
allí me verán». 

Mis doce discípulos fueron a Galilea, a la montaña donde yo los había citado. Al verme, se 
postraron delante de nú; sin embargo, algunos todavía dudaron. Acercándome, les dije: «Yo he 
recibido todo poder en el cielo y en la tierra. Vamos, entonces, y hagamos que todos los pueblos sean 
nús discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles 
a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y yo estoy con ustedes hasta el fin del mundo». Y así 
partieron los trece. 



Table of Contents 


Club de Escritores 

Crash 

Caída Libre 

No me vas a creer 

¿Es tan difícil entender eso? 

El viaje 

Caminé 

Él está por llegar 
A ver cuándo se repite 

Eas Arañas y yo 

Él está ahí 

Eos Caminos de la Eibertad 

Eos Caminos de la Eibertad 

Eos efectos del colesterol 

"In hoc signo vinces" 

El Evangelio según San Jesús